Dejarse evangelizar por los pobres

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Hay una pobreza que no es deseable. La del hambre y la miseria. La de quien no llega al fin del mes (o al final del día). La de los niños descalzos y las mesas sin pan. No se puede jugar a hacer poesía con esa pobreza, sino luchar, como mejor sepamos, para acabar con ella.

Hay otra pobreza necesaria. La de quien no se siente omnipotente y no camina con aires de autosuficiencia. La de los sencillos, los humildes, los que no andan por ahí como si el mundo les perteneciera. De esto se trata ahora. De saber desprenderse de las riquezas que te atan, te encierran y te alejan de Dios…

El pobre parece romper la barrera del poder, de la riqueza, de la capacidad y del orgullo; quitan la cáscara con que se rodea el corazón humano para protegerse. El pobre revela a Jesucristo. Hace que el que ha venido para «ayudarle» descubra su propia pobreza y vulnerabilidad; le hace descubrir también su capacidad de amar, la potencia de amor de su corazón. El pobre tiene un poder misterioso; en su debilidad, es capaz de tocar los corazones endurecidos y de sacar a la luz las fuentes de agua viva ocultas en su interior. Es la manita del niño de la que no se tiene miedo pero que se desliza entre los barrotes de nuestra prisión de egoísmo. Y logra abrir la cerradura. El pobre libera. Y Dios se oculta en el niño. Los pobres evangelizan. Por eso son los tesoros de la Iglesia.

P. Salvadro Murguía sdb

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